lunes, julio 30, 2007

Hay una foto


No me gustan mucho los textos que escribe Martín Caparrós para muestras de foto, me parecen un poco forzados, repite demasiado el nombre del fotógrafo, se nota que son por el billete.
Pero este texto para la muestra de ARGRA me pareció excelente, dice mucho, de manera muy concreta, sobre la actualidad de la fotografía, el fotoperiodismo y el país:

Un año en imágenes
En 1980, bajo la dictadura, la Asociación de Reporteros Gráficos Argentina (Argra) organizó la primera muestra anual de fotoperiodismo nacional, para que el público pudiera ver imágenes censuradas que no habían sido publicadas en medios gráficos. Desde entonces, la muestra se hace una vez por año; esta vez cubre el período 2006, con más de 300 trabajos de reporteros gráficos de todo el país. Y se identifica con la imagen de Jorge Julio López en el momento de revisitar la comisaría que fue escenario de su cautiverio.
Por Martín Caparrós

Hay una foto: un culo desfila por una pasarela, muchas manos se elevan hacia él; casi todas enarbolan –¿enarbolan?– celulares con cámara de fotos: lo registran. Una docena de maquinitas registran ese culo –la imagen de ese culo– atronador. Todos, cualquiera, lo registran: son, en ese momento, bajo el embrujo de ese culo, algo como fotógrafos. O, por lo menos, están fotografiando.

Hubo tiempos felices –¿hubo tiempos felices?– en que ser fotógrafo era hacer fotos. Ahora, cuando todos –y, por una vez, todos significa casi exactamente todos– las hacen, ¿qué será ser fotógrafo?

La muestra anual de la Asociación de Reporteros Gráficos ofrece una respuesta a esa pregunta. No es la respuesta –pocas veces un artículo y un sustantivo se inflaman mutuamente más que cuando la pregunta se junta con respuesta–, pero es una. Y una de las más decididas, consistentes, enérgicas. La Argra muestra lo que hacen quienes contestan que ser fotógrafo es registrar la realidad para contarla. No crear una realidad alternativa, no inventar formas y colores, no guardar retoños o conquistas en la computadora o el teléfono; contar lo que existe, lo que todos podrían ver si supieran cuándo, dónde, cómo.

Hay una foto: una de las imágenes más emitidas de la Argentina, la cara de una Mirtha Legrand, es otra cuando una cámara la muestra sin todos esos velos que suelen regalarle –y te convence de que ahí sí hay realidad–. Me impactan fotos cuando me convencen de que me están mostrando algo que no vi en lo que veo todo el tiempo.

Hubo tiempos felices –¿hubo tiempos felices?– en que sólo a través de fotos mirábamos el mundo. Después el cine y sobre todo, obvio, la tele, tomaron ese espacio. Ahora una foto es una imagen secundaria comparada con las imágenes centrales de la televisión; debe ser, entonces, algo más.

Hay una foto: en una convención de malabaristas, dos docenas de clavas en el aire; clavas, sólo clavas recortadas contra un cielo potente, efecto sin su causa, borde de la historia. Me impactan fotos cuando me dejan imaginar –sin mostrármela– una escena tanto más compleja.

Hubo tiempos felices –¿hubo tiempos felices?– en que una foto era un documento irrefutable. En esos días –que duraron más de un siglo– el fotógrafo era el testigo final, el definitivo: la foto era una esclava de la realidad que no podía sacudirse sus cadenas –y, por eso, todos le creían–. El reportero gráfico fue el producto y el productor de esta creencia; ahora, cuando las computadoras hacen milagros con las fotos, la foto ya no es un testimonio notarial; debe ser, entonces, algo más: sugerencias, relatos, el momento de mirar con pausa, con el placer del tiempo detenido.

Hay una foto: un señor acusado de haber quemado doscientas personas en su discoteca está parado de frente, los ojos muy abiertos, la camiseta blanca sobre un fondo de colores de patria carcelaria, su cansancio. Me impactan fotos cuando dejan de lado cualquier tentación de la retórica –cuando dejan de hacer lo que uno suele hacer para mostrar que no sólo dice palabras, como todo el mundo, sino que las engarza.

Hubo tiempos felices –¿hubo tiempos felices?– en que la fotografía ofrecía a sus cultores una serie de limitaciones técnicas que los justificaban: una cámara era una máquina espinosa, una foto sólo podía ser así y asá: generalmente blanco y negro, generalmente nítida perfecta, generalmente clásico el encuadre, todas esas cosas. Ahora, que esas barreras han caído, sacar fotos es tanto más fácil, hacer una foto tanto más difícil.

Hay una foto: militares blanco y negro nuca al sol que se llevan las manos a la sien sombría, como quien se apuntara, intimidara. Me impactan fotos cuando me traen palabras, me producen palabras: amenaza, ominoso, siniestra, aterrador.

Y hay una foto de un señor charlando, una espalda, una gorra, una mano: nada, la cara de un señor que habla con otro que dice policía. Nada en esa foto la destinaba a ser la tapa de un libro como éste, pero fue la última. Hace casi un año que no sabemos qué fue de Jorge Julio López: que desapareció. Me impactan –me impactan sobre todo– fotos cuando muestran la historia detenida en un momento, cuando consiguen sintetizar la historia.

Hubo tiempos felices –¿hubo tiempos felices?–; hay cantidad de fotos. Algunas se hablan, se contestan: la lágrima que corre por la cara de un hombre en un acto contra la dictadura y el brindis con bandera y champaña del Presidente en una cena militar; la mirada perdida de un motorista que un camión acaba de atropellar y las miradas encontradas del enano y la gorda que venden erotismo; el capitán que limpia el vidrio sobre el cadáver Pinochet y la multitud que se arremolina alrededor del cadáver Perón; el negro y el blanco que festejan tan al unísono la derrota argentina –la victoria alemana– y el señor con obelisco que deplora la victoria alemana –la derrota argentina–. Las fotos no me necesitan para charlar –entre sí, con quien quieran–. Pero son más de trescientas y, entre tantas, hay tan pocas imágenes de la felicidad.

Poquísimas: hay cinco o seis chicas de colegio coloridas de harinas y pinturas que festejan el final de su bachillerato; hay un candidato que aletea entre cintas y papelitos de colores; hay un presidente cuya figura se adivina detrás de papelitos de colores; hay una ministra de Economía que se ríe de vaya a saber qué antes de una conferencia de prensa; hay un par de deportistas que celebran –pero ya sabíamos que los deportes se celebran, y por eso, seguramente, los seguimos mirando con fruición–. Y no hay más. Si es cierto que hubo tiempos felices, no deben ser éstos. O, por lo menos, no salen en las fotos. Por algo será. Algo habrán hecho.

Hay una foto.

La muestra se podrá ver desde el 26 de julio hasta el domingo 26 de agosto, de martes a domingos de 14 a 20, en el Palais de Glace, Posadas 1725. Gratis.

Este texto de Martín Caparrós pertenece al catálogo de la 18ª Muestra Anual de Fotoperiodismo Argentino.

Radar, domingo 22 de julio de 2007

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